Resumen
A partir del siglo III cuando se crea y difunde un repertorio de imágenes cristianas, la identificación de los personajes de la Historia Sagrada se realizó mediante su asimilación a motivos vigentes en el arte romano. El estudio del origen, desarrollo y modificaciones sufridas por el rostro de Cristo, ofrece la posibilidad de analizar las múltiples fuentes de esa imagen y establecer cómo cambió su significación de acuerdo con la historia de la Iglesia.
La aparición y desarrollo de un conjunto de imágenes ligadas a la expresión de contenidos doctrinarios, históricos y rituales del cristianismo constituyó uno de los elementos culturales fundamentales en la configuración de la vida del hombre en la Edad Media. Inmerso en un mundo en el que la imagen religiosa constituía prácticamente la única expresión plástica con posibilidades de difusión, la multiplicación de los espacios en lo que se la situó a medida que las transformaciones de estilo y de pensamiento lo determinaron, creó una estrecha relación entre el mensaje icónico y la vida cotidiana.
La elaboración de un mensaje a través de la imagen adquirió un papel preponderante a partir del momento en el que su existencia fue justificada por la capacidad para ejercitar la memoria, la evocación y la reiteración simbólica de los momentos puntuales de la religión y por la posibilidad de ejercer, mediante la anagogia, la superación de lo material y la elevación hacia la espiritualidad. Estas circunstancias determinaron que el hombre medieval, independientemente de sus posibilidades efectivas de comprensión, encontrara en el conjunto de figuras que se desplegaban ante sus ojos, uno de los rasgos distintivos de su existencia.
En un vasto y creciente repertorio de imágenes que fue ganando espacios públicos a medida que la arquitectura fue proporcionándolos, una de las figuras paradigmáticas fue la de Cristo en su carácter de protagonista de la historia sagrada de la salvación. El rostro, las vestimentas, los gestos atribuidos a este personaje constituyen un núcleo fundamental en el desarrollo de la iconografía tardoantigua y medieval. Por otra parte permiten que — desde la perspectiva que el tiempo transcurrido otorga — nos preguntemos qué veían en realidad los hombres que en los primeros tiempos se enfrentaban con un rostro que debía despertar en ellos recuerdos diversos.
¿Era Cristo hermoso o feo, grande o pequeño? Los Evangelios son una fuente prescindente al respecto y su silencio determinó una ambigüedad que fue superada mediante la creación de ciertos tipos iconográficos cuyo origen y difusión constituyen claros indicadores de la persistencia de motivos del mundo helenístico-romano. Por otra parte, la elección de uno u otro motivo y las transformaciones que la figura de Cristo experimentara a lo largo del tiempo, conducen hacia la problemática de la comunicación a través de la imagen y a discernir qué mensajes fueron privilegiados en diferentes instancias históricas.
Cuando se conserva una imagen con los rasgos particulares de una persona es el modo de mantener vivo un recuerdo y por lo tanto todo retrato es de algún modo una obra conmemorativa. Esto es válido tanto para el retrato de los vivos como para el de los difuntos, aunque el mensaje difiera en razón de la relación del objeto con el observador.
El arte romano, heredero de la tradición helenística, produjo gran cantidad de retratos relacionados con la costumbre de conservar, tanto en el ámbito oficial como en el hogareño, el recuerdo de los rostros de los personajes cuya memoria se consideraba imprescindible mantener. En el arte oficial, los retratos de gobernantes y altos funcionarios favorecían un recuerdo que en muchos casos tenía la virtud de evocar a lo largo de los siglos figuras paradigmáticas, cuya presencia intangible garantizaba aquellos rasgos de personalidad y actuación que se valoraban bajo un signo positivo a través del tiempo.
En el ámbito del hogar es conocido el relieve otorgado a la presencia de las imágenes de los antepasados, las que garantizaban por un lado la continuidad de un linaje, y por el otro enaltecían la posición de los miembros vivos de un grupo que podía enorgullecerse de no haber perdido el recuerdo de sus raíces. En este ámbito cultural se inserta el cristianismo con su referente escriturario y su necesidad de servirse de aquellos rasgos propios del medio en el que se cumple su ingreso a los centros de poder. El romano y sobre todo, por obvios motivos, aquél vinculado a la vida urbana, había ejercitado durante siglos su observación del retrato tanto en los espacios públicos como privados, lo que incorporado a un imaginario colectivo alimentado por los efectos de la romanitas, generaba casi una necesidad imperiosa de identificar a los personajes paradigmáticos de las acciones político-militares y del mito, cualquiera fuera el origen de éste. Por otra parte, el retrato favorecía la identificación de los personajes con las acciones — reales o imaginarias — por ellos producida y generaba un canal de comunicación con el observador quien ejercitaba, casi sin quererlo, su memoria individual y colectiva.
El surgimiento de un conjunto de imágenes ligadas con la difusión de la doctrina cristiana plantearon desde un primer momento la necesidad de generar figuras que pudieran ser identificadas mediante rasgos distintivos, que además de definir fisonomías y gestos, pudieran asimilarse, de algún modo, a motivos corrientes y fuertemente incorporados al repertorio de formas vigentes. En este reconocimiento se imponía igualmente acompañar al retratado con los elementos materiales (vestimentas, atributos, objetos) que definen una situación social, una profesión o una actividad determinadas.
Cuando recorremos las primeras manifestaciones del arte cristiano, advertimos la existencia de una selección escrituraria consecuente con los mensajes que se querían privilegiar. En el transcurso de los siglos anteriores a la Paz de la Iglesia, ese mensaje está relacionado con los aspectos ligados a la salvación y por lo tanto, el conjunto de las primeras imágenes cristianas responde a esa temática, tratando de establecer la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (MANZI, 2001: 115-121). Aún cuando el ordenamiento de esas escenas cuyo soporte estuvo ligado esencialmente a funciones funerarias (muros de catacumbas, sarcófagos) no implica la identificación de los personajes involucrados, se advierte la existencia de ciertos elementos plásticos a través de los cuales se procura fijar los rasgos fisonómicos de los principales protagonistas del relato. Si tratamos de establecer el protagonismo en estas primeras manifestaciones, se puede constatar que Cristo, la Virgen, Pedro y Pablo forman una primera serie de figuras cuyo rostro y atributos se reiteran de modo de fijar un modelo fácilmente reconocible.
La historia del retrato cristiano está ligada a ciertos testimonios literarios tales como las Actas apócrifas del apóstol Juan. Se trata de un texto escrito en griego que se supone fue producido en el siglo II en el Asia Menor (GRABAR, 1980: 64-65). Allí se afirma que un discípulo de Juan, Lycomedio, había invitado a un pintor y le había solicitado que realizara un retrato del apóstol. El pintor cumplió su cometido y en el transcurso de dos días produjo una obra que el comitente colocó en su habitación y la honró coronándola de flores. Independientemente de la credibilidad del testimonio, es interesante constatar que un cristiano considerara legítimo y digno de reverencia el poseer un retrato de alguien a quien admiraba.
En un relato de Eusebio de Cesarea que contiene un diálogo entre Lycomedio y Juan, éste le reprocha el haber mandado realizar ese retrato que “solamente representa su aspecto carnal” y agrega que el pintor “sólo ha pintado el retrato de un muerto”. Esta narración contiene esencialmente un sentimiento iconoclasta encarnado en la actitud negativa del apóstol ante su rostro representado (GRABAR, 1980: 65). En ella se describe un grupo esculpido realizado en una villa en Paneas, Palestina y considerado como una representación de Cristo curando a la hemorroisa. La descripción que el autor realiza contiene la afirmación de que “... se decía que la estatua era un retrato de Jesús... no es extraño que aquellos gentiles que en aquellos tiempos recibieron los beneficios del Salvador, hayan realizado algo así dado que nosotros hemos sabido que la apariencia de los apóstoles, Pedro y Pablo y la de Cristo mismo, se conservó en pinturas y los antiguos estaban habituados, parece ser según la costumbre de los gentiles, a rendir honores a quienes consideraban como sus liberadores”.
Justamente los primeros retratos conservados en el arte cristiano corresponden a medallones con las imágenes de Pedro y Pablo. Estos medallones debían cumplir la misma función que los que contenían imágenes de emperadores y funcionarios romanos, es decir eran conmemorativos. El hecho de que precedan a la misma imagen de Cristo se explica por la renuencia a dotar al dios encarnado de un rostro visible. Las primeras representaciones de la figura de Cristo son las que responden al modelo identificado como “Buen Pastor”, un joven sostiene sobre sus hombros una oveja. Este motivo heredero de la larga tradición iniciada con el Moscóforo griego (BIANCHI BANDINELLI y E. PARIBENI, 1998, fig. 281), utiliza la identificación que el Evangelio, Juan XI:1 realiza entre Cristo y el pastor que cuida y protege a su rebaño. En este caso se unen dos tradiciones con una escrituraria que otorga el soporte literario a la representación plástica de un motivo cuya existencia se remonta a épocas lejanas, pero que estuvo siempre presente en el imaginario colectivo romano dado que evocaba la humanitas.
Cristo Buen Pastor. Catacumba de San Calixto. Roma
Esta imagen contiene los elementos esenciales de la iconografía del Moscóforo: el joven pastor que lleva la oveja sobre los hombros. Su túnica corta y el calzado propio de los campesinos, en un cuerpo joven, de rostro aniñado. La reminiscencia con el arte helenístico es bien clara, los rasgos finos, el cabello rizado. Esos elementos caracterizan igualmente la representación de las divinidades, particularmente aquéllas cuya belleza y juventud aparecen como distintivos de su historia. Ese aspecto casi femenino es propio de Dionisio o de Orfeo, dos de los personajes míticos más ligados por su existencia a la figura de Cristo (MATHEWS, 1993: 139-142). Estas primeras imágenes, ampliamente reiteradas (GRABAR, 1980, MATHEWS, 1993, JENSEN, 2000) ofrecen un interesante cruce de tradiciones míticas y plásticas. Por un lado, una larga permanencia del motivo en el ámbito de lo iconográfico, por otra parte, la posibilidad de reunir significativamente en una figura el mensaje privilegiado en los primeros tiempos del cristianismo: la salvación unida a la condición milagrosa del propio Cristo capaz de haber superado la instancia de recorrer las moradas infernales. como por ejemplo la representación de Hércules en las catacumbas cristianas que alude al héroe y que significativamente está relacionado con su hazaña. La génesis de este motivo en época temprana, siglo III, coexiste con otros cuyo referente apunta hacia personajes de existencia terrena, pero cuyo prestigio en la sociedad los transformó en modelos significativos y formales de imágenes diversas.
Es particularmente interesante la asimilación de la figura de Cristo con la de los maestros. En este caso, a la posición que al maestro se le concedía en la sociedad se le suma el hecho que, desde el punto de vista de la representación, el acto de trasmitir un conocimiento implica la existencia de un conjunto de personajes que se dispone en torno de una mesa o bien en un círculo rodeando a quien imparte la enseñanza. Un ejemplo es el mosaico de Apamea (Siria) en el que aparece Sócrates rodeados de sabios (GRABAR, 1980, fig. 50 y 51). El mosaico absidal de la Iglesia de Santa Pudenciana (Roma) reproduce la escena reemplazando la figura del maestro por la de Cristo.
Cristo Emperador. Santa Pudenziana. Roma
Este motivo sirvió como referente de las escenas en las que Cristo aparece junto a los apóstoles, escena relativamente frecuente en la decoración de las catacumbas (Cappella Greca, Roma, Catacumba de Priscila. GRABAR, 1967, fig. 110 y 111). En un sarcófago en el que está representado el Juicio Final (WEITZMANN, 1979, t. 1) el personaje sentado en una cátedra y que realiza el gesto de separar las cabras de las ovejas (MATEO XXV, 31-46), contiene los elementos iconográficos propios de la imagen a la que nos referimos. El personaje ha ganado en edad y en presencia. Su vestimenta es la propia del intelectual romano, ostenta barba y en este caso particular, sentado en posición frontal, demuestra la dignidad propia de su condición. La figura de Cristo en el centro del colegio apostólico responde a un esquema difundido según el cual los grupos de sabios, estudiantes o miembros de un oficio o profesión se disponían en torno a quien ejercía la autoridad del conjunto. Esta figura de Cristo-maestro no conservó preeminencia iconográfica, consideramos que sustancialmente porque a partir de la Paz de la Iglesia la asimilación de Cristo con las figuras prestigiosas de altos funcionarios y del mismo emperador restaron pregnancia al motivo.
A partir de las primeras décadas del siglo IV, la transformación del rostro de Cristo respondió a la necesidad de sustentar a través de la imagen el progresivo avance hacia el poder iniciado por la ecclesia como institución. Al tomar como referente las sacrae imagines del imperio romano, el arte cristiano expresaba la identificación del soberano celestial con el terrestre, al tiempo que creaba la imagen visible del poder de acuerdo con formas iconográficas ampliamente difundidas. Consideramos fundamental esta transformación del pastor-maestro en rey, dado que no solamente agrega un significado más al personaje referencial, sino que lo identifica con las supremas formas de ejercicio del poder.
Cristo. Catacumba de Comodila
Los objetos que más fácilmente pudieron servir de referente para la producción de estas imágenes fueron los dípticos consulares. Estos elementos conmemorativos encargados para evocar el mandato de príncipes, cónsules, legados, jefes militares, producidos particularmente en el período comprendido por los siglos III al VI tanto en oriente como en occidente, siguieron un modelo común en el que la figura de los personajes que se quería evocar aparecen dotados de los elementos que indican su condición y están frecuentemente acompañados por otros funcionarios o personajes de menor importancia involucrados en la acción representada. En esas tablillas el personaje principal está sentado en una silla curul o en un trono si se trata de un gobernante, enmarcado por una arquitectura en la que dos columnas y un frontón evoca el espacio absidal de un aula regia. Las cortinas corridas develan el espacio en el que sucede la acción, en tanto que las vestimentas y objetos diversos indican la importancia de su cargo y por ende de su autoridad (GRABAR, 1980, fig. 55). La relativa abundancia de objetos como los mencionados, unida a su carácter portátil, ofrecía la posibilidad de una gran difusión y por lo tanto, la existencia de una identificación del ejercicio del poder con ciertos gestos y actitudes.
Por otra parte, la resolución iconográfica que acompaña a la maiestas imperial a partir de la vigencia del dominado generó otro referente fundamental en la creación de la maiestas Christi. Las figuras de Constantino en el arco de triunfo que mandó erigir en Roma, de Teodosio en la base del obelisco de Constantinopla o en el Misorio de plata que lo tiene como protagonista, la de Galerio en Salónica, la escena de la donatio de Constancio en el Calendario de Filocaro, ofrecen una serie de referentes que muestran la incidencia de la representación de la majestad imperial y definen los accesorios que complementan la expresión del poder de acuerdo con la concepción política de la época.
La imagen de Cristo como emperador admite varias hipótesis con respecto a su origen. En una obra reciente — fundamental para el estudio del arte del primer cristianismo — Thomas Mathews (MATHEWS, 1993: 23-4) plantea el hecho de que la maiestas Christi, significa una apología del Dios de los cristianos y no una exaltación del poder del emperador. La cuestión se relaciona con el papel preponderante que este autor otorga a las figuras de los dioses paganos a quienes considera directamente relacionados con la figura de Cristo. Consideramos que si bien es cierto que la apariencia de ciertas divinidades tales como Dionisio o Apolo resultan indiscutidamente ligadas a la representación del joven de largos y rizados cabellos que conduce a la oveja o que participa en el ciclo de escenas relacionadas con su historia, no es posible olvidar que la iconografía imperial, a partir del siglo III, generó un repertorio de formas que, combinadas, contribuyeron a expresar visualmente la suprema majestad. Si bien es cierto que en estas imágenes es factible encontrar las huellas de las representaciones de los grandes dioses olímpicos, el proceso de configuración de la imagen imperial se encontraba ya suficientemente maduro en el siglo IV como para constituir un referente en sí mismo. El hecho de que no exista una mención en las Escrituras de acuerdo con la cual Cristo aparecería como un alter ego del emperador, refuerza la línea que lleva a la utilización de un motivo existente para refrendar su carácter de rey de los cielos.
En una obra recientemente publicada (JENSEN, 2000: 101) se propone una interpretación diferente en relación con los cambios en la fisonomía de Cristo. De acuerdo con algunos autores (JENSEN, 2000: 200), se enfatiza la diferencia entre la religión popular y la teología oficial. De acuerdo con este planteo, la figura del joven pastor, el realizador de milagros, correspondería a una expresión de religiosidad popular en tanto que el Cristo cuya imagen se impone a partir del siglo IV, traduciría visualmente los argumentos teológicos y los credos difundidos en las iglesias constituyéndose en la expresión de un pensamiento generado por una minoría ilustrada. De este modo se trataría de establecer una relación directa entre la formulación doctrinaria y la creación de la imagen que, en este caso, sería el producto de una voluntad proselitista dirigida a un público ilustrado capaz de captar los significados más profundos contenidos en las figuras.
Consideramos que el papel propagandístico de los ciclos narrativos o de las imágenes presentativas se impone por encima de las diversas interpretaciones. Las notorias diferencias que presenta la figura de Cristo responden a circunstancias que no están directamente ligadas con los diferentes públicos — tanto comitentes como receptores — de la imagen. No olvidemos que el eje de la transformación está en el profundo cambio de la relación ecclesia-centralidad del poder. El joven imberbe, que recrea la figura de los dioses paganos y que produce milagros, es la encarnación visual de la salvación generada a partir de su acción y es trasladada a los personajes privilegiados que pudieron gozar de ella. Salvación física que preanuncia la espiritual y que, a través de ese hecho paradigmático, propone su difusión para todos los que, a través de la doctrina puedan alcanzarla.
El acceso al poder, la transformación de la ecclesia en una institución triunfante, impone una imagen acorde con la situación. ¿Dónde encontrar el referente, sino en la imagen imperial cuyos elementos propagandísticos se encuentran ampliamente difundidos? ¿Cómo explicar, de otro modo, el trono en el ábside — templo, pero también palacio — y los cortesanos-apóstoles dispuestos a ambos lados de un personaje cuya gestualidad reproduce la del emperador? Nos resulta más lógico, y de algún modo sencillo, hacer derivar la majestad de Cristo de las figuras de Constantino, Constancio, Teodosio, Juliano, Septimio Severo o Galerio.
Existe, sí, un elemento a considerar y es la transformación del rostro de Cristo que abandona sus referentes helenístico-romanos, para incorporar los largos cabellos y barbas que enfatizan la condición de extranjero del personaje proponiendo un rostro de connotaciones orientales. En la obra citada (JENSEN, 2000: 107-120), la autora recorre las diversas imágenes producidas en pinturas, mosaicos y relieves entre los siglos IV y VI, procurando buscar una explicación para el surgimiento de este tipo de retrato cuya proyección posterior fue notable. La coexistencia de ambas iconografías (Santa Constanza, San Apolinario in Classe, San Vital de Ravenna, San Cosme y Damián, Baptisterios de los Arrianos y de los Ortodoxos, en Ravenna), incluso compartiendo el mismo edificio, imposibilitan el establecer una diferenciación cronológica estricta. La vinculación del tipo “retrato barbado de largos cabellos” con las figuras de los dioses olímpicos, tales como Júpiter o Neptuno o incluso el importado de Egipto, Serapis (JENSEN, 2000: 120, fig. 46) sugiere una intención de enfatizar mediante ciertos rasgos la importancia del personaje, pero esos rasgos definen igualmente la majestad imperial de numerosos gobernantes de los siglos III al V. El rostro imberbe y los largos cabellos rizados, que responden a modelos tales como Apolo, Dionisio, Mitra, o héroes como Orfeo o Meleagro, evocan atributos vinculados con la salvación. En el caso de éstos últimos, el texto resulta el elemento significativo destacado para crear la asimilación de una figura a otra. El relato mítico que genera la historia de los héroes capaces de superar el recorrido por los espacios de la muerte y regresar, impone el correlato con la mística cristiana. El descenso a los infiernos, la resurrección y la superación del pecado original que fundamentan la promesa de la salvación colectiva, justifican la búsqueda del referente mitológico. La identificación conceptual se acompaña por el parecido físico. Ambos conducen al reconocimiento del personaje, la imagen actúa como el elemento generador del mismo.
El carácter literario del cristianismo, la preponderancia de la palabra escrita y recitada conducen, por su parte, hacia la identificación con las figuras señeras de los maestros. La presencia de un Maestro por excelencia justifica el uso de una imagen consagrada en la iconografía helenístico-romana y consideramos que es el tipo que se impone a través de la figura del Cristo barbado (RÉAU, 1996, t. I: 40-42). Este rostro, que por sus atributos representa a una persona de mayor edad, condice con la figuración de una suprema majestad al modo oriental. Ejemplos tempranos del Cristo barbado se encuentran en el Evangeliario de Rabbula en la escena de la crucifixión, en el mosaico absidal de Santa Pudenciana, en la Iglesia de San Vital de Ravenna — en cuyo presbiterio coexisten los dos tipos: en el ábside el joven dios helenístico tronando sobre el orbe, en el intradós del arco de acceso al presbiterio, el clypeum con el retrato barbado — y constituye uno de los rasgos fundamentales de la imagen del Pantócrator (RÉAU, 1996: 43-44).
El rostro de Cristo contenido en escenas colectivas o en el retrato individual, en el que aparece el joven dios helenístico-romano, estaría relacionado con una intención de destacar la tradición antigua y marcar la asimilación del dios encarnado con las figuras arquetípicas de ciertos personajes prestigiosos. El mismo razonamiento puede ser aplicado para justificar la aparición del retrato — individual o colectivo — en el que el protagonista muestra los rasgos típicos de la majestad imperial. En este caso una determinada fisonomía se corresponde con atributos que conducen a la exaltación del personaje por la vía de recurrir a una forma de presentación visual en la que se destacan los atributos propios del dominus. Igualmente la presencia frecuente de la imago clipeata, cuyos antecedentes en el arte romano imperial son numerosos, ofrece un ejemplo decisivo: una de las formas de exaltación de la majestad se traslada hacia el retrato de Cristo o al monograma de su nombre. La abundancia de ejemplos de este tipo en el arte imperial y en los sarcófagos romanos pone de manifiesto la persistencia de un motivo que el arte cristiano desarrolló profusamente transformándolo en uno de los indicadores de la majestad de Cristo y uno de los elementos plásticos fundamentales para la presentación del retrato individual.
Ofelia Manzi
(Universidad Nacional de Buenos Aires - Argentina)
FUENTE:Revista Mirabilia.com
Bibliografía
BIANCHI BANDINELLI, R. y E. PARIBENI. El arte de la antigüedad clásica. Grecia, Akal, Madrid, 1998.
GRABAR, André. El primer arte cristiano. Madrid: Aguilar, 1967.
GRABAR, André. Les voies de la création en iconographie chrétiene. Paris, 1980.
JENSEN, Robin Margaret. Understanding Early Christian Art. Londres/Nueva York: Routledge, 2000.
MANZI, Ofelia. "La retórica visual de la imagen cristiana tardoantigua". In: ZURUTUZA, H. y BOTALLA, H. Centros y Márgenes simbólicos del Imperio Romano. Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, 1991.
MATTHEWS, Thomas. The Clash of Gods, A Reinterpretation of Christian Art. Princeton: University Press, 1993.
RÉAU, Louis. Historiografía del arte cristiano. Barcelona, 1996.
WEITZMANN, Kurt. Age of Spirituality. Metropolitan Museum of Art, Nueva York, 1979.
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