martes, 31 de mayo de 2011

El cesaropapismo constantiniano

El cesaropapismo constantiniano

De qué modo intervino en los sínodos de los obispos.

Y de un modo general se presentó como tal ante todos. Estando sobre todo al cuidado de la iglesia de Dios al producirse en distintas provincias disensiones entre sí, él como el común obispo de todos, constituido por Dios, reunió los concilios de los ministros de Dios. Y no consideró indigno estar presente en ellos y sentarse en medio de sus reuniones sino que participaba en sus problemas preocupándose de todo lo que perteneciera a la paz de Dios. Es más, se sentaba en medio como uno de muchos haciendo apartar a sus guardias y a su escolta y protegido sólo por el temor de Dios y rodeado por la benevolencia de sus amigos fieles. Por lo demás estaba sobre todo de acuerdo con quienes veía que aceptaban las opiniones más justas y a quienes veía propensos a la paz y concordia indicando claramente que se complacía en ellos. Pero, por el contrario, estaba en contra de los obstinados y de los rebeldes.

E. PAMPHILI, VIta Constantini, P. L., VIII. Recoge M. Artola, Textos fundamentales para la Historia, Madrid, 1968, p. 28


Edicto de Milán (313)

Edicto de Milán (313)

Por su parte Licinio, pocos días después de la batalla, tras hacerse cargo y repartir una parte de las tropas de Maximino, llevó su ejército a Bitinia y entró en Nicomedia. Allí dio gracias a Dios con cuya ayuda había logrado la victoria y el día 15 de junio del año en que él y Constantino eran cónsules por tercera vez, mandó dar a conocer una carta dirigida al gobernador acerca del restablecimiento de la Iglesia y cuyo texto es el siguiente:

«Yo, Constantino Augusto, y yo también, Licinio Augusto, reunidos felizmente en Milán para tratar de todos los problemas que afectan a la seguridad y al bienestar público, hemos creído nuestro deber tratar junto con los restantes asuntos que veíamos merecían nuestra primera atención el respeto de la divinidad, a fin de conceder tanto a los cristianos como a todos los demás, facultad de seguir libremente la religión que cada cual quiera, de tal modo que toda clase de divinidad que habite la morada celeste nos sea propicia a nosotros y a todos los que están bajo nuestra autoridad. Así pues, hemos tomado esta saludable y rectísima determinación de que a nadie le sea negada la facultad de seguir libremente la religión que ha escogido para su espíritu, sea la cristiana o cualquier otra que crea más conveniente, a fin de que la suprema divinidad, a cuya religión rendimos este libre homenaje, nos preste su acostumbrado favor y benevolencia. Para lo cual es conveniente que tu excelencia sepa que hemos decidido anular completamente las disposiciones que te han sido enviadas anteriormente respecto al nombre de los cristianos, ya que nos parecían hostiles y poco propias de nuestra clemencia, y permitir de ahora en adelante a todos los que quieran observar la religión cristiana, hacerlo libremente sin que esto les suponga ninguna clase de inquietud y molestia.

Así pues, hemos creído nuestro deber dar a conocer claramente estas decisiones a tu solicitud para que sepas que hemos otorgado a los cristianos plena y libre facultad de practicar su religión. Y al mismo tiempo que les hemos concedido esto, tu excelencia entenderá que también a los otros ciudadanos les ha sido concedida la facultad de observar libre y abiertamente la religión que hayan escogido como es propio de la paz de nuestra época. Nos ha impulsado a obrar así el deseo de no aparecer como responsables de mermar en nada ninguna clase de culto ni de religión. Y además, por lo que se refiere a los cristianos, hemos decidido que les sean devueltos los locales en donde antes solían reunirse y acerca de lo cual te fueron anteriormente enviadas instrucciones concretas, ya sean propiedad de nuestro fisco o hayan sido comprados por particulares, y que los cristianos no tengan que pagar por ello ningún dinero de ninguna clase de indemnización. Los que hayan recibido estos locales como donación deben devolverlos también inmediatamente a los cristianos, y si los que los han comprado o los recibieron como donación reclaman alguna indemnización de nuestra benevolencia, que se dirijan al vicario para que en nombre de nuestra clemencia decida acerca de ello. Todos estos locales deben ser entregados por intermedio tuyo e inmediatamente sin ninguna clase de demora a la comunidad cristiana. Y como consta que los cristianos poseían no solamente los locales donde se reunían habitualmente, sino también otros pertenecientes a su comunidad, y no posesión de simples particulares, ordenamos que como queda dicho arriba, sin ninguna clase de equívoco ni de oposición, les sean devueltos a su comunidad y a sus iglesias, manteniéndose vigente también para estos casos lo expuesto más arriba (...) De este modo, como ya hemos dicho antes, el favor divino que en tantas y tan importantes ocasiones nos ha estado presente, continuará a nuestro lado constantemente, para éxito de nuestras empresas y para prosperidad del bien público.

Y para que el contenido de nuestra generosa ley pueda llegar a conocimiento de todos, convendrá que tú la promulgues y la expongas por todas partes para que todos la conozcan y nadie pueda ignorar las decisiones de nuestra benevolencia».

LACTANCIO, De mortibus persecutorum (c.318-321). En M. Artola, Textos fundamentales para la Historia, Madrid, 1968, p. 21-22.

jueves, 26 de mayo de 2011


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Los textos apócrifos en la iconografía cristiana

Ofelia Manzi: DIMED - Universidad de Buenos Aires
Patricia Grau-Dieckmann: Universidad de Buenos Aires

Resumen: En el siglo IV surge en el ámbito del arte cristiano una iconografía que no encuentra su inspiración únicamente en los Evangelios canónicos, cuyos relatos escuetos y sucintos permitían poco vuelo a la imaginación artística. La fecundidad de las novedosas escenas tiene su origen en textos que se constituyeron en fuente invalorable e ineludible para la iconografía cristiana tanto oriental como occidental: los Evangelios apócrifos. Aunque tempranamente rechazados por la Iglesia por extravagantes y delirantes, crecieron –paradójicamente– al amparo de las autoridades eclesiásticas, quienes les otorgaron un lugar preponderante dentro de los propios espacios sacros.

. Primeras imágenes cristianas

Tanto en Occidente como en Oriente, el arte cristiano desde muy temprano plasmó didáctica y evocativamente aquellas figuras que evocaban la divinidad, incluso cuando la irritante discusión sobre la legitimidad y conveniencia de representar imágenes no había sido aún zanjada. Para el pueblo judío, la señalada prohibición de hacer imágenes (Génesis, Deuteronomio, Éxodo, Levítico) no representó el conflicto que sí se suscitó en la nueva religión. «La aparición de las imágenes cristianas estuvo ligada desde un comienzo a la contradicción existente entre la necesidad de la creación de un lenguaje plástico orientado a trasladar elementos del dogma y las escrituras a la forma y la expresa prohibición contenida … [en diversos pasajes de la Biblia]» (Manzi, 1985: 5).

Las primeras representaciones cristianas, circunscriptas a catacumbas y sarcófagos, datan de aproximadamente el año 200 (Grabar, 1985: 17) y presentan un número limitado de temas tomados del Antiguo y del Nuevo Testamento. Entre diversas figuras (orantes, el Buen Pastor), se destacan las imágenes-signo que aluden a la salvación de los protagonistas, como las de Daniel, Noé, los Tres Hebreos, Jonás, Lázaro (Manzi, 1985: 5). «(…) las primeras imágenes surgidas en el seno de las comunidades de cristianos, tiene un rasgo común derivado de la necesidad de enfatizar la existencia de la salvación» (Manzi, 1997: 128).



2. Cambio en la iconografía

2.1. Sus fuentes

Ya para la época teodosiana (345-395), las representaciones escapan los muros de las catacumbas y las caras de los sarcófagos y se ubican en soportes más visibles, resultado de la aceptación del cristianismo en el imperio. Emerge una iconografía novedosa que excede el mero sentido salvífico primitivo (Grabar, 1967: 33). Surgen los temas triunfales, prueba de la vigencia y eficacia de la Iglesia cristiana, en los que se asimila a Cristo, a sus discípulos y a otros personajes sagrados con la aristocracia y la burocracia imperiales (Manzi, 2004: 207 y ss).

En pinturas de iglesias, monasterios, en iconos, manuscritos, tallas en marfiles, etc., se representan los ciclos de las vidas de Jesús y de María, imágenes que perduran en el tiempo. No se trataba de un saber que sólo dominaran los religiosos, los laicos estaban también imbuidos de dicho saber. Esta iconografía resultaba fácilmente reconocible por el fiel de cualquier condición cultural ya que los relatos que le daban sustento a las historias no sólo reflejaban fuentes escritas sino que también respondían a una transmisión oral (Grau-Dieckmann, 2003: 421 y ss). Las nuevas imágenes sagradas, según posterior declaración del Sínodo de París de 825, eran «(…) para las gentes instruidas un ornamento y un recuerdo piadoso y, para los iletrados, un medio de aprender» (Michel, 1962: 8).

En primer lugar, y sin dudar, su fuente principal fueron los Evangelios canónicos. Del griego evaggelia (“las buenas nuevas”) se consideran inspirados por Dios y llevan las buenas nuevas de la vida terrena del Cristo y su palabra y enseñanzas. Escritos por Mateo, Lucas, Marcos y Juan, a los tres primeros se los llama sinópticos (del griego synopsis, “visión de conjunto”) pues son similares entre sí en forma y contenido y fueron redactados en la segunda mitad del siglo I (Marcos fue escrito después del año 66, Mateo y Lucas entre los años 70 y 80). Diferente a los anteriores, el Evangelio de Juan se fecha con posterioridad al año 100.

Sin embargo, es notorio que los textos oficiales no fueron suficientes para producir la riqueza iconográfica que se despliega en las nuevas representaciones, cuya abundancia de detalles y prodigalidad de situaciones, diversidad de personajes y elaborada imaginería no puede provenir únicamente de los Evangelios canónicos. Éstos, escuetos y parcos, presentan una pobreza descriptiva que coincide con el interés de estas tempranas redacciones oficiales por enfatizar el alto valor didáctico y moral de sus enseñanzas, actitud prácticamente incompatible con una adecuada y completa formulación plástica cuyo vehículo visible es la imaginación. El mensaje debía llegar, principalmente, a quienes no gozaban del contacto diario con las enseñanzas religiosas, al pueblo llano.



2.2. Los textos apócrifos

Por diferentes motivos, y casi simultáneamente a los escritos canónicos, surgen en las diferentes comunidades cristianas otras redacciones “paralelas” que explican muchas cuestiones poco definidas, las iluminan y aclaran, explican cronológicamente la historia sagrada, calculan años entre uno y otro episodio, hacen coincidir fechas, agregan nombres a los personajes y convierten en creíble un relato fragmentado. Respondían a esas preguntas de los fieles que no encontraban cabida en los textos oficiales. Se trata de los llamados Evangelios apócrifos, textos que fueron redactados, recopilados y descubiertos a lo largo de los siglos y que principalmente se constituyeron en fuente invalorable e ineludible de la inspiración artística cristiana.

Forman un corpus muy disímil: muchos de ellos han llegado hasta nuestros días como textos incompletos y fragmentarios; algunos han sobrevivido en diversos manuscritos e incluso han logrado ser reconstituidos en forma completa; otros son de diferentes épocas y variados autores pero se han fundido a lo largo de los siglos en una única recopilación. En algunos casos, se los conoce sólo por menciones o frases sueltas que han perdurado en forma de citas dentro de otros escritos. Un caso inusual lo constituyen los trece manuscritos descubiertos en la biblioteca egipcia de Nag Hammadi en 1945 que contienen más de cincuenta textos gnósticos. Hasta que su tardío hallazgo los reveló ante los ojos del mundo, sólo se los conocía por menciones y se creía que habían sido completamente destruidos por la ortodoxia.

Es difícil establecer si los textos escritos surgieron como consecuencia de los relatos que ya circulaban oralmente, o si las expectativas y curiosidad de los fieles fueron deliberadamente satisfechas por historias redactadas ex profeso, aunque obedecían a distintas intencionalidades doctrinarias, dogmáticas y propagandísticas. Los Evangelios apócrifos complementan lo que los canónicos no especifican, llenan los huecos que la memoria o el desconocimiento dejan vacíos y explican situaciones apenas insinuadas en los textos oficiales. Pero, sobre todo, pueblan sus relatos con detalles anecdóticos que darán origen a muchas expresiones plásticas, aunque ciertamente, la sobreabundancia de detalles puede llevar a un obvio escepticismo en cuanto a su autenticidad (Ranke-Heinemann, 1995: 92).



2.2.1. Posibles autores y sus ámbitos de creación

La palabra apócrifo proviene del griego apokkruphos (“oculto, secreto”) y primitivamente sólo se refería a textos considerados de menor autoridad que las oficiales. El término fue en un principio utilizado por las comunidades gnósticas para referirse a sus propios escritos ya que consideraban que transmitían revelaciones secretas. Prueba de ello son los crípticos Evangelio de Felipe y Evangelio gnóstico de Tomás, ambos provenientes de la Biblioteca de Nag Hammadi. Este último comienza su introducción con palabras que advierten sobre el contenido oculto del enigmático texto: «Éstas son las palabras secretas que pronunció Jesús el Viviente y que Dídimo Judas Tomás consignó por escrito» (Los Evangelios Apócrifos, 2002: 372).

Para encontrar cabida y difusión en los ambientes ortodoxos y extra gnósticos, estos “libros secretos” fueron atribuidos a algún apóstol o personaje cercano y contemporáneo de Jesús, y presentados convincentemente bajo la forma de evangelios (De Santos Otero, 2002: XII).

Sin embargo, esta literatura no fue originada exclusivamente en sectores heterodoxos –círculos maniqueos, gnósticos, nestorianos y más tardíamente cátaros– sino que también hay escritos surgidos en esferas pseudo oficiales, tanto en Oriente como en Occidente. La intencionalidad, en muchos casos, fue la de ratificar algún dogma en peligro, como la necesidad de reafirmar la virginidad perpetua de María (antes, durante y después del parto) para contrarrestar las numerosas menciones de los “hermanos y hermanas” de Jesús en los textos oficiales (entre otros, Mt. 12:46-47 y 13:55; Mc. 3:32; Lc 8:19; Jn. 2:12 y 7:3-5), contradicción a la que hace frente el Protoevangelio de Santiago (compuesto alrededor de 150), sumamente popular en esferas bizantinas.

La mayor parte del corpus no canónico ha sido redactado y conservado en lenguas griega, siríaca, armenia, copta, georgiana, eslava, etíope, árabe y, así, con las múltiples versiones y traducciones, se logró su principal conservación y pervivencia en el ámbito oriental. A ello se sumó que ciertos escritos fueron incorporados por la Iglesia bizantina a su propia liturgia. En Occidente, muchas veces la difusión de los apócrifos se debió a las versiones latinas reelaboradas a partir de modelos griegos.

Muchos textos orientales, como el Protoevangelio de Santiago, se difundieron tardíamente en Europa. Cuando su traducción se conoció, fue recibida sin interés pues el Evangelio del Pseudo Mateo –el más popular e iconográficamente el más importante de todos los relatos apócrifos occidentales– suplía satisfactoriamente el interés por episodios que no eran mencionados en los escritos ortodoxos. Este texto fue tomando su forma definitiva con el transcurso de los siglos, como resultado de la combinación de antiguos manuscritos (sus historias son préstamos del Evangelio del Pseudo Tomás – se trata de un escrito diferente del encontrado en Nag Hammadi – y de los textos apócrifos Natividad de María e Infancia del Salvador) y de la adición de nuevas y desconocidas leyendas.

Algunas fuentes se remontan hasta el siglo I (el Evangelio del Pseudo Tomás contiene párrafos de los siglos I, II y III; Ranke-Heinemann, 1995: 135 y ss), pero la mayoría se ubica entre los siglos V y IX (Michel y Peeters [1998: 24] sitúan al evangelio no antes del siglo IV y probablemente después del VI. M. Nicolas [1998: 24] lo ubica definitivamente al final del siglo V. De Santos Otero [2002: 76] sostiene que su composición es del siglo VI. Ranke-Heinemann [1995: 200] lo ubica en el siglo VIII o IX). En el siglo XIII se convirtió en la fuente casi inagotable en la que abrevó Jacobo de Vorágine para redactar su Leyenda Dorada.



2.3. Temas iconográficos apócrifos

Mimetizado entre las representaciones canónicas, el arte de origen apócrifo no se distingue del estrictamente oficial. Ambos conviven en programas iconográficos en los que sólo los entendidos pueden diferenciarlos. Es justamente esta avenencia lo que constituye la paradoja de su armónica coexistencia: las autoridades eclesiásticas son las que les han dado cabida en soportes sacros: frescos, mosaicos, pinturas, libros, iconos, esculturas. Las escenas que mencionaremos a continuación –apenas una breve selección de la extensa temática disponible– tienen como exclusiva fuente los relatos de los Evangelios apócrifos.

En primer lugar se encuentran, por cantidad y variedad, las escenas de las vidas de Jesús y de María. El de la Infancia es uno de los ciclos más enriquecidos, tanto en las escenas de la Natividad (por ejemplo, la combinación de caverna y pesebre, el buey y burro, la comadrona con el brazo seco, el baño del Niño) como en las que le siguen cronológicamente, y cuyos motivos han sido tomados del Protoevangelio de Santiago, del Evangelio del Pseudo Mateo y del Evangelio árabe de la Infancia. De este último, datado en el siglo VII, se sostiene tradicionalmente que contiene las historias sagradas que María la copta le relatara a su esposo el profeta Mahoma.

Uno de los motivos más enriquecidos es el de los “magos venidos de Oriente” (el único relato canónico es del de San Mateo. Los otros evangelistas ignoran esta visita). Una primitiva iconografía los presentaba como sacerdotes de Mitra, vestidos “a la persa” con pantalones y gorros frigios, marchando a paso vivo hacia donde se encontraba el Niño con su madre. Tertuliano (c. 160-230) fue el primero en intentar identificar a los magos con reyes. Para ello, encontró muy conveniente citar el versículo del salmo 72 (71) que, adecuadamente, habla de regalos y de tributos «Y los reyes de Tarsis y las islas le pagarán tributo, los reyes de Saba, los de Arabia le traerán presentes». La transformación no fue inmediata, ambos tipos de representación (como sacerdotes persas y como reyes) coexistieron sin conflictos (para más información sobre el tema, ver Grau-Dieckmann, Mirabilia 2).

Posteriormente, el Evangelio Armenio de la Infancia (evangelio apócrifo datado en el siglo VI, durante la época en que el movimiento nestoriano procedente de Siria intenta establecerse en Armenia; De Santos Otero, 2002:185) recoge esta tradición y sostiene que eran tres hermanos. Melkon reinaba sobre los persas, Gaspar era rey de la India y Baltasar era el rey de Arabia. De esta manera, ya más frecuentemente, aparecen las coronas, las capas brocateadas y otros despliegues de riqueza propios de su calidad real, a más de otros detalles que surgen exclusivamente de los apócrifos.

En 649 el concilio de Letrán declaró dogma la triple virginidad de María (Maria fuit Virgo post connubium, virgo post conceptum, Virgo post partum – Virgen antes del matrimonio, después de la concepción y hasta después del parto) (Réau, 1996: 97). Ello suscitó una contradicción con respecto a la mención de “hermanos y hermanas” de Jesús en los textos canónicos. Como contrapartida, el Protoevangelio de Santiago relata que José era viudo y que tenía seis hijos de su primer matrimonio, a los que Jesús consideraba como sus hermanos por haberse criado con ellos. De este evangelio se toma el relato en el que la palmera se inclina para brindar sus frutos a María en un descanso durante la Huida a Egipto, viaje en el que los acompañan algunos de los hijos de José, especialmente el supuesto autor del relato, Santiago el Menor. Otro tema popular pero casi siempre secundario es la representación de los ídolos que se derrumban ante la llegada del Niño Dios, como reconocimiento a su divinidad.




Santa María la Mayor Roma. Cristo ante Afrodisio. Siglo V. Escena de la Huida a Egipto.

A partir del siglo X se divulga el Evangelio de Nicodemo, un texto formado por la fusión de dos manuscritos latinos, las Actas de Pilatos (pese a ciertas objeciones, en general se coincide en datarlo en el siglo II) y El Descendimiento de Cristo a los Infiernos, que dará origen a un tema creado en Bizancio y que luego pasó – con escasa repercusión – al arte occidental (Réau, 1996: 554). Se trata de la Catábasis, descenso de Jesucristo al Limbo de los Justos (Inferos), para encadenar a Satanás y rescatar a Adán y Eva, Abel, Seth, David, Salomón, Habacuc, Isaías, Juan el Bautista y el Buen Ladrón entre otros.


San Juan de Mustair. Descenso al limbo. Siglo IX.

En cuanto a la vida de María, prácticamente toda la información sobre ella está tomada de estos relatos (Protoevangelio de Santiago, Evangelio del Pseudo Mateo, Evangelio de la Natividad de María, Evangelio Armenio de la Infancia, entre otros). Los evangelios tradicionales apenas si la mencionan en circunstancias puntuales, como la Anunciación, las Bodas de Caná y la Crucifixión. Los textos apócrifos de la infancia remontan sus relatos hasta la historia de la Virgen: la esterilidad de sus padres Joaquín y Ana, su Inmaculada Concepción mediante un casto beso en la Puerta Dorada, su presentación en el templo, las varas de los pretendientes, su desposorio con José, etc. La Iglesia aceptó como veraces estos relatos, cuyas representaciones fueron abiertamente incluidas. No obstante ello, fue únicamente en 1854 cuando la Inmaculada Concepción de María fue declarada oficialmente dogma. Una vez más, el imaginario popular se adelantó, por muchos siglos, a la palabra oficial de la Iglesia.

En otro orden, se han conservado más de setenta manuscritos generados entre los siglos IV y VI que tratan sobre la Asunción de la Virgen María (Libro de San Juan Evangelista – El Teólogo; Libro de Juan, Arzobispo de Tesalónica, Tránsito de la Bienaventurada Virgen María y la Narración del Pseudo José de Arimatea, entre otros). Las fechas de redacción son coherentes con el decreto del emperador Mauricio (582-602), que estableció el 15 de agosto para celebrar este acontecimiento (De Santos Otero, 2002: 305 y ss) en el que María es llevada en cuerpo y alma al cielo por su hijo Jesucristo (este episodio, en el que los apócrifos correspondienes relatan que todos los apóstoles, inclusos los fallecidos, menos Santo Tomás, fueron transportados milagrosamente a su lecho de moribunda, se conoce también como Dormición, Tránsito o Koimesis).

Finalmente, mencionaremos un tipo de retratos de Jesús denominados acheiropoietés, o sea, producidos directamente por divinidad (del griego poïein “hacer” y kheir “mano”: “no hechos por la mano del hombre”). Uno es el mandylion, con el rostro de Cristo impreso en el pañuelo o lienzo del rey Abgar de Edesa, inspirado en un texto muy temprano que consiste en cartas (Correspondencia entre Jesús y Abgar) citadas por Eusebio de Cesarea (c. 230-340) en la Historia Eclesiástica (I, 13; II, 1.6-8). De origen oriental, el tema encuentra su equivalente tardíamente en Europa en el paño de la Verónica con el rostro impreso de Jesús y cuyo apoyo literario se basa en las leyendas tardo medievales del Evangelio de la Venganza del Salvador y del Evangelio de la muerte de Pilatos.



3. Los apócrifos y la Iglesia

Estos constituyen sólo unos pocos ejemplos entre los innumerables motivos que han encontrado su única justificación e inspiración en los textos apócrifos. Sin embargo, pese al papel fundamental que tuvieron en el desarrollo del arte cristiano al suplir con su riqueza descriptiva la parquedad de los textos canónicos –incapaces de generar por sí solos la prodigalidad iconográfica que notoriamente se desarrolla en las escenas cristianas– los evangelios apócrifos fueron oficialmente prohibidos por la Iglesia. La separación definitiva se dio en el Concilio de Trento (1545-1563), que declara a la Vulgata latina como «el único texto auténtico para la enseñanza y la predicación», aunque, peculiarmente, se establece que «al lado de la escritura debía admitirse también la tradición, como fuente de la revelación divina» (Paredes, 1999: 632).

Sin embargo, la disociación comenzó con los primeros Padres de la Iglesia. Acérrimo enemigo de estos textos, San Jerónimo (¿347?-420) los rechaza por extravagantes y “delirantes” (Mâle, 1931: 212). Su contemporáneo, el papa Dámaso (366-394) inicia la primera separación entre los libros canónicos y los heréticos. En el siglo siguiente, el papa Gelasio (492-496) promulga su Decreto gelasiano (Paredes, 1999: 53) en el que proporciona una lista de los escritos reprobados, culminando con su condenación. En su decreto, veintisiete textos del Nuevo Testamento fueron ingresados oficialmente al canon:

«Éstos y otros escritos similares, como los de Simón el Mago, (…) y sus partidarios, y todos los discípulos de la herejía y de los herejes y los cismáticos, cuyos nombres apenas fueron preservados, que enseñaron o escribieron, y no sólo son repudiados por toda la Iglesia Católica Apostólica Romana, sino que deben ser eliminados los autores y sus seguidores, y condenados con el indisoluble vínculo del anatema eterno» (Ranke-Heinemann, 1995: 196).

El canon se ha definido como «… la poesía de Dios donde no se encontrará ningún producto del mito sino que se verán todas las reglas inalterables de la verdad» (Croatto, 2002: 467). Ésta es justamente la clave de los apócrifos más populares: no muestran las reglas inalterables de la verdad, se conceden exageraciones, fantasías. En los apócrifos, la imaginación se permite volar, remontarse al mito. El pueblo raso, el fiel muchas veces ignorante, necesitaba apoyar su religiosidad en el mito para comprender aquellas enseñanzas que a menudo excedían su entendimiento, simple y espontáneo.



4. Conclusión

Aunque fueron marginados y mantenidos a lo largo de los siglos en esa condición, singularmente los evangelios apócrifos no fueron erradicados en su expresión artística ni por la iglesia de Oriente ni por la de Occidente. Las escenas inspiradas a partir de sus relatos fueron avaladas por las propias autoridades eclesiásticas que no sólo las toleraron permisivamente sino que, sorprendentemente, fueron deliberadamente ubicadas en lugares destacados, en sitios consagrados, en emplazamientos sacros. No fue el inculto artista/artesano quien las planificó. Abades, obispos, instruidos clérigos, importantes comitentes eclesiásticos mezclaron unas y otras escenas, las diseñaron y ordenaron su ejecución.

Esta concesión no fue inocente. Laicos y religiosos, letrados e iletrados manejaban ese saber, reconocían las escenas, eran movidos mediante su contemplación a la piedad y a la devoción. «(…) lo que las escrituras son para los educados, las imágenes son para los ignorantes» (San Gregorio Magno [540-604], Epístola XI 13 PL 77, 1128c). Gregorio sabía que no había distinción entre esas historias oficiales y aquéllas que eran repetidas de boca en boca, de generación en generación, amparadas por el deseo de saber más, de comprender los elusivos misterios de una religión a menudo dogmáticamente ininteligible.

El poder evocativo, anagógico y didáctico reconocido a las imágenes se encuentra más allá de la estricta determinación del origen y consideración de los textos referenciales y constituye un justificativo más que suficiente para comprender el beneplácito con que fueron, y siguen siendo, aceptadas dentro del marco de la ortodoxia. El caso testimonia una cierta libertad en la elección de los temas mediante los cuales se genera el discurso iconográfico, reconociendo su innegable capacidad de privilegiada comunicación.



Bibliografía

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Grabar, André, 1967, El primer arte cristiano (200-395), Colección El Universo de las Formas, Aguilar, Madrid.
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Mâle, Emile, 1931, L’Art religieux du XIII siècle en France, Librairie Armand Colin, París.
Manzi, Ofelia, 1985, Para el conocimiento del Arte Medieval, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.
Manzi, Ofelia, 1997, “Modelos de heroicización entre paganismo y cristianismo”, Temas Medievales, 7, Buenos Aires.
Manzi, Ofelia, 2004, “Formas de representación del poder: la influencia de Roma”, Temas Medievales, 11, Buenos Aires.
Michel, Paul-Henry, 1962, Los frescos románicos, Ediciones Garriga, Barcelona.
Nicolas, M., Estudios sobre los Evangelios Apócrifos 5. Lipsius (Dict. of Christ. Briogr. II. En Michel y Peeters), 1998.
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Réau, Louis, 1996, Iconografía del Arte Cristiano, Tomo 1, vol. 2: Iconografía de la Biblia – Nuevo Testamento, Ediciones del Serbal,
Barcelona.



http://www.mondimedievali.net/pre-testi/apocrifos.htm

La construción historica de la imagen de Cristo

Resumen
A partir del siglo III cuando se crea y difunde un repertorio de imágenes cristianas, la identificación de los personajes de la Historia Sagrada se realizó mediante su asimilación a motivos vigentes en el arte romano. El estudio del origen, desarrollo y modificaciones sufridas por el rostro de Cristo, ofrece la posibilidad de analizar las múltiples fuentes de esa imagen y establecer cómo cambió su significación de acuerdo con la historia de la Iglesia.

La aparición y desarrollo de un conjunto de imágenes ligadas a la expresión de contenidos doctrinarios, históricos y rituales del cristianismo constituyó uno de los elementos culturales fundamentales en la configuración de la vida del hombre en la Edad Media. Inmerso en un mundo en el que la imagen religiosa constituía prácticamente la única expresión plástica con posibilidades de difusión, la multiplicación de los espacios en lo que se la situó a medida que las transformaciones de estilo y de pensamiento lo determinaron, creó una estrecha relación entre el mensaje icónico y la vida cotidiana.
La elaboración de un mensaje a través de la imagen adquirió un papel preponderante a partir del momento en el que su existencia fue justificada por la capacidad para ejercitar la memoria, la evocación y la reiteración simbólica de los momentos puntuales de la religión y por la posibilidad de ejercer, mediante la anagogia, la superación de lo material y la elevación hacia la espiritualidad. Estas circunstancias determinaron que el hombre medieval, independientemente de sus posibilidades efectivas de comprensión, encontrara en el conjunto de figuras que se desplegaban ante sus ojos, uno de los rasgos distintivos de su existencia.

En un vasto y creciente repertorio de imágenes que fue ganando espacios públicos a medida que la arquitectura fue proporcionándolos, una de las figuras paradigmáticas fue la de Cristo en su carácter de protagonista de la historia sagrada de la salvación. El rostro, las vestimentas, los gestos atribuidos a este personaje constituyen un núcleo fundamental en el desarrollo de la iconografía tardoantigua y medieval. Por otra parte permiten que — desde la perspectiva que el tiempo transcurrido otorga — nos preguntemos qué veían en realidad los hombres que en los primeros tiempos se enfrentaban con un rostro que debía despertar en ellos recuerdos diversos.

¿Era Cristo hermoso o feo, grande o pequeño? Los Evangelios son una fuente prescindente al respecto y su silencio determinó una ambigüedad que fue superada mediante la creación de ciertos tipos iconográficos cuyo origen y difusión constituyen claros indicadores de la persistencia de motivos del mundo helenístico-romano. Por otra parte, la elección de uno u otro motivo y las transformaciones que la figura de Cristo experimentara a lo largo del tiempo, conducen hacia la problemática de la comunicación a través de la imagen y a discernir qué mensajes fueron privilegiados en diferentes instancias históricas.

Cuando se conserva una imagen con los rasgos particulares de una persona es el modo de mantener vivo un recuerdo y por lo tanto todo retrato es de algún modo una obra conmemorativa. Esto es válido tanto para el retrato de los vivos como para el de los difuntos, aunque el mensaje difiera en razón de la relación del objeto con el observador.

El arte romano, heredero de la tradición helenística, produjo gran cantidad de retratos relacionados con la costumbre de conservar, tanto en el ámbito oficial como en el hogareño, el recuerdo de los rostros de los personajes cuya memoria se consideraba imprescindible mantener. En el arte oficial, los retratos de gobernantes y altos funcionarios favorecían un recuerdo que en muchos casos tenía la virtud de evocar a lo largo de los siglos figuras paradigmáticas, cuya presencia intangible garantizaba aquellos rasgos de personalidad y actuación que se valoraban bajo un signo positivo a través del tiempo.

En el ámbito del hogar es conocido el relieve otorgado a la presencia de las imágenes de los antepasados, las que garantizaban por un lado la continuidad de un linaje, y por el otro enaltecían la posición de los miembros vivos de un grupo que podía enorgullecerse de no haber perdido el recuerdo de sus raíces. En este ámbito cultural se inserta el cristianismo con su referente escriturario y su necesidad de servirse de aquellos rasgos propios del medio en el que se cumple su ingreso a los centros de poder. El romano y sobre todo, por obvios motivos, aquél vinculado a la vida urbana, había ejercitado durante siglos su observación del retrato tanto en los espacios públicos como privados, lo que incorporado a un imaginario colectivo alimentado por los efectos de la romanitas, generaba casi una necesidad imperiosa de identificar a los personajes paradigmáticos de las acciones político-militares y del mito, cualquiera fuera el origen de éste. Por otra parte, el retrato favorecía la identificación de los personajes con las acciones — reales o imaginarias — por ellos producida y generaba un canal de comunicación con el observador quien ejercitaba, casi sin quererlo, su memoria individual y colectiva.

El surgimiento de un conjunto de imágenes ligadas con la difusión de la doctrina cristiana plantearon desde un primer momento la necesidad de generar figuras que pudieran ser identificadas mediante rasgos distintivos, que además de definir fisonomías y gestos, pudieran asimilarse, de algún modo, a motivos corrientes y fuertemente incorporados al repertorio de formas vigentes. En este reconocimiento se imponía igualmente acompañar al retratado con los elementos materiales (vestimentas, atributos, objetos) que definen una situación social, una profesión o una actividad determinadas.

Cuando recorremos las primeras manifestaciones del arte cristiano, advertimos la existencia de una selección escrituraria consecuente con los mensajes que se querían privilegiar. En el transcurso de los siglos anteriores a la Paz de la Iglesia, ese mensaje está relacionado con los aspectos ligados a la salvación y por lo tanto, el conjunto de las primeras imágenes cristianas responde a esa temática, tratando de establecer la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (MANZI, 2001: 115-121). Aún cuando el ordenamiento de esas escenas cuyo soporte estuvo ligado esencialmente a funciones funerarias (muros de catacumbas, sarcófagos) no implica la identificación de los personajes involucrados, se advierte la existencia de ciertos elementos plásticos a través de los cuales se procura fijar los rasgos fisonómicos de los principales protagonistas del relato. Si tratamos de establecer el protagonismo en estas primeras manifestaciones, se puede constatar que Cristo, la Virgen, Pedro y Pablo forman una primera serie de figuras cuyo rostro y atributos se reiteran de modo de fijar un modelo fácilmente reconocible.

La historia del retrato cristiano está ligada a ciertos testimonios literarios tales como las Actas apócrifas del apóstol Juan. Se trata de un texto escrito en griego que se supone fue producido en el siglo II en el Asia Menor (GRABAR, 1980: 64-65). Allí se afirma que un discípulo de Juan, Lycomedio, había invitado a un pintor y le había solicitado que realizara un retrato del apóstol. El pintor cumplió su cometido y en el transcurso de dos días produjo una obra que el comitente colocó en su habitación y la honró coronándola de flores. Independientemente de la credibilidad del testimonio, es interesante constatar que un cristiano considerara legítimo y digno de reverencia el poseer un retrato de alguien a quien admiraba.

En un relato de Eusebio de Cesarea que contiene un diálogo entre Lycomedio y Juan, éste le reprocha el haber mandado realizar ese retrato que “solamente representa su aspecto carnal” y agrega que el pintor “sólo ha pintado el retrato de un muerto”. Esta narración contiene esencialmente un sentimiento iconoclasta encarnado en la actitud negativa del apóstol ante su rostro representado (GRABAR, 1980: 65). En ella se describe un grupo esculpido realizado en una villa en Paneas, Palestina y considerado como una representación de Cristo curando a la hemorroisa. La descripción que el autor realiza contiene la afirmación de que “... se decía que la estatua era un retrato de Jesús... no es extraño que aquellos gentiles que en aquellos tiempos recibieron los beneficios del Salvador, hayan realizado algo así dado que nosotros hemos sabido que la apariencia de los apóstoles, Pedro y Pablo y la de Cristo mismo, se conservó en pinturas y los antiguos estaban habituados, parece ser según la costumbre de los gentiles, a rendir honores a quienes consideraban como sus liberadores”.

Justamente los primeros retratos conservados en el arte cristiano corresponden a medallones con las imágenes de Pedro y Pablo. Estos medallones debían cumplir la misma función que los que contenían imágenes de emperadores y funcionarios romanos, es decir eran conmemorativos. El hecho de que precedan a la misma imagen de Cristo se explica por la renuencia a dotar al dios encarnado de un rostro visible. Las primeras representaciones de la figura de Cristo son las que responden al modelo identificado como “Buen Pastor”, un joven sostiene sobre sus hombros una oveja. Este motivo heredero de la larga tradición iniciada con el Moscóforo griego (BIANCHI BANDINELLI y E. PARIBENI, 1998, fig. 281), utiliza la identificación que el Evangelio, Juan XI:1 realiza entre Cristo y el pastor que cuida y protege a su rebaño. En este caso se unen dos tradiciones con una escrituraria que otorga el soporte literario a la representación plástica de un motivo cuya existencia se remonta a épocas lejanas, pero que estuvo siempre presente en el imaginario colectivo romano dado que evocaba la humanitas.



Cristo Buen Pastor. Catacumba de San Calixto. Roma

Esta imagen contiene los elementos esenciales de la iconografía del Moscóforo: el joven pastor que lleva la oveja sobre los hombros. Su túnica corta y el calzado propio de los campesinos, en un cuerpo joven, de rostro aniñado. La reminiscencia con el arte helenístico es bien clara, los rasgos finos, el cabello rizado. Esos elementos caracterizan igualmente la representación de las divinidades, particularmente aquéllas cuya belleza y juventud aparecen como distintivos de su historia. Ese aspecto casi femenino es propio de Dionisio o de Orfeo, dos de los personajes míticos más ligados por su existencia a la figura de Cristo (MATHEWS, 1993: 139-142). Estas primeras imágenes, ampliamente reiteradas (GRABAR, 1980, MATHEWS, 1993, JENSEN, 2000) ofrecen un interesante cruce de tradiciones míticas y plásticas. Por un lado, una larga permanencia del motivo en el ámbito de lo iconográfico, por otra parte, la posibilidad de reunir significativamente en una figura el mensaje privilegiado en los primeros tiempos del cristianismo: la salvación unida a la condición milagrosa del propio Cristo capaz de haber superado la instancia de recorrer las moradas infernales. como por ejemplo la representación de Hércules en las catacumbas cristianas que alude al héroe y que significativamente está relacionado con su hazaña. La génesis de este motivo en época temprana, siglo III, coexiste con otros cuyo referente apunta hacia personajes de existencia terrena, pero cuyo prestigio en la sociedad los transformó en modelos significativos y formales de imágenes diversas.

Es particularmente interesante la asimilación de la figura de Cristo con la de los maestros. En este caso, a la posición que al maestro se le concedía en la sociedad se le suma el hecho que, desde el punto de vista de la representación, el acto de trasmitir un conocimiento implica la existencia de un conjunto de personajes que se dispone en torno de una mesa o bien en un círculo rodeando a quien imparte la enseñanza. Un ejemplo es el mosaico de Apamea (Siria) en el que aparece Sócrates rodeados de sabios (GRABAR, 1980, fig. 50 y 51). El mosaico absidal de la Iglesia de Santa Pudenciana (Roma) reproduce la escena reemplazando la figura del maestro por la de Cristo.


Cristo Emperador. Santa Pudenziana. Roma

Este motivo sirvió como referente de las escenas en las que Cristo aparece junto a los apóstoles, escena relativamente frecuente en la decoración de las catacumbas (Cappella Greca, Roma, Catacumba de Priscila. GRABAR, 1967, fig. 110 y 111). En un sarcófago en el que está representado el Juicio Final (WEITZMANN, 1979, t. 1) el personaje sentado en una cátedra y que realiza el gesto de separar las cabras de las ovejas (MATEO XXV, 31-46), contiene los elementos iconográficos propios de la imagen a la que nos referimos. El personaje ha ganado en edad y en presencia. Su vestimenta es la propia del intelectual romano, ostenta barba y en este caso particular, sentado en posición frontal, demuestra la dignidad propia de su condición. La figura de Cristo en el centro del colegio apostólico responde a un esquema difundido según el cual los grupos de sabios, estudiantes o miembros de un oficio o profesión se disponían en torno a quien ejercía la autoridad del conjunto. Esta figura de Cristo-maestro no conservó preeminencia iconográfica, consideramos que sustancialmente porque a partir de la Paz de la Iglesia la asimilación de Cristo con las figuras prestigiosas de altos funcionarios y del mismo emperador restaron pregnancia al motivo.

A partir de las primeras décadas del siglo IV, la transformación del rostro de Cristo respondió a la necesidad de sustentar a través de la imagen el progresivo avance hacia el poder iniciado por la ecclesia como institución. Al tomar como referente las sacrae imagines del imperio romano, el arte cristiano expresaba la identificación del soberano celestial con el terrestre, al tiempo que creaba la imagen visible del poder de acuerdo con formas iconográficas ampliamente difundidas. Consideramos fundamental esta transformación del pastor-maestro en rey, dado que no solamente agrega un significado más al personaje referencial, sino que lo identifica con las supremas formas de ejercicio del poder.


Cristo. Catacumba de Comodila

Los objetos que más fácilmente pudieron servir de referente para la producción de estas imágenes fueron los dípticos consulares. Estos elementos conmemorativos encargados para evocar el mandato de príncipes, cónsules, legados, jefes militares, producidos particularmente en el período comprendido por los siglos III al VI tanto en oriente como en occidente, siguieron un modelo común en el que la figura de los personajes que se quería evocar aparecen dotados de los elementos que indican su condición y están frecuentemente acompañados por otros funcionarios o personajes de menor importancia involucrados en la acción representada. En esas tablillas el personaje principal está sentado en una silla curul o en un trono si se trata de un gobernante, enmarcado por una arquitectura en la que dos columnas y un frontón evoca el espacio absidal de un aula regia. Las cortinas corridas develan el espacio en el que sucede la acción, en tanto que las vestimentas y objetos diversos indican la importancia de su cargo y por ende de su autoridad (GRABAR, 1980, fig. 55). La relativa abundancia de objetos como los mencionados, unida a su carácter portátil, ofrecía la posibilidad de una gran difusión y por lo tanto, la existencia de una identificación del ejercicio del poder con ciertos gestos y actitudes.

Por otra parte, la resolución iconográfica que acompaña a la maiestas imperial a partir de la vigencia del dominado generó otro referente fundamental en la creación de la maiestas Christi. Las figuras de Constantino en el arco de triunfo que mandó erigir en Roma, de Teodosio en la base del obelisco de Constantinopla o en el Misorio de plata que lo tiene como protagonista, la de Galerio en Salónica, la escena de la donatio de Constancio en el Calendario de Filocaro, ofrecen una serie de referentes que muestran la incidencia de la representación de la majestad imperial y definen los accesorios que complementan la expresión del poder de acuerdo con la concepción política de la época.

La imagen de Cristo como emperador admite varias hipótesis con respecto a su origen. En una obra reciente — fundamental para el estudio del arte del primer cristianismo — Thomas Mathews (MATHEWS, 1993: 23-4) plantea el hecho de que la maiestas Christi, significa una apología del Dios de los cristianos y no una exaltación del poder del emperador. La cuestión se relaciona con el papel preponderante que este autor otorga a las figuras de los dioses paganos a quienes considera directamente relacionados con la figura de Cristo. Consideramos que si bien es cierto que la apariencia de ciertas divinidades tales como Dionisio o Apolo resultan indiscutidamente ligadas a la representación del joven de largos y rizados cabellos que conduce a la oveja o que participa en el ciclo de escenas relacionadas con su historia, no es posible olvidar que la iconografía imperial, a partir del siglo III, generó un repertorio de formas que, combinadas, contribuyeron a expresar visualmente la suprema majestad. Si bien es cierto que en estas imágenes es factible encontrar las huellas de las representaciones de los grandes dioses olímpicos, el proceso de configuración de la imagen imperial se encontraba ya suficientemente maduro en el siglo IV como para constituir un referente en sí mismo. El hecho de que no exista una mención en las Escrituras de acuerdo con la cual Cristo aparecería como un alter ego del emperador, refuerza la línea que lleva a la utilización de un motivo existente para refrendar su carácter de rey de los cielos.

En una obra recientemente publicada (JENSEN, 2000: 101) se propone una interpretación diferente en relación con los cambios en la fisonomía de Cristo. De acuerdo con algunos autores (JENSEN, 2000: 200), se enfatiza la diferencia entre la religión popular y la teología oficial. De acuerdo con este planteo, la figura del joven pastor, el realizador de milagros, correspondería a una expresión de religiosidad popular en tanto que el Cristo cuya imagen se impone a partir del siglo IV, traduciría visualmente los argumentos teológicos y los credos difundidos en las iglesias constituyéndose en la expresión de un pensamiento generado por una minoría ilustrada. De este modo se trataría de establecer una relación directa entre la formulación doctrinaria y la creación de la imagen que, en este caso, sería el producto de una voluntad proselitista dirigida a un público ilustrado capaz de captar los significados más profundos contenidos en las figuras.

Consideramos que el papel propagandístico de los ciclos narrativos o de las imágenes presentativas se impone por encima de las diversas interpretaciones. Las notorias diferencias que presenta la figura de Cristo responden a circunstancias que no están directamente ligadas con los diferentes públicos — tanto comitentes como receptores — de la imagen. No olvidemos que el eje de la transformación está en el profundo cambio de la relación ecclesia-centralidad del poder. El joven imberbe, que recrea la figura de los dioses paganos y que produce milagros, es la encarnación visual de la salvación generada a partir de su acción y es trasladada a los personajes privilegiados que pudieron gozar de ella. Salvación física que preanuncia la espiritual y que, a través de ese hecho paradigmático, propone su difusión para todos los que, a través de la doctrina puedan alcanzarla.

El acceso al poder, la transformación de la ecclesia en una institución triunfante, impone una imagen acorde con la situación. ¿Dónde encontrar el referente, sino en la imagen imperial cuyos elementos propagandísticos se encuentran ampliamente difundidos? ¿Cómo explicar, de otro modo, el trono en el ábside — templo, pero también palacio — y los cortesanos-apóstoles dispuestos a ambos lados de un personaje cuya gestualidad reproduce la del emperador? Nos resulta más lógico, y de algún modo sencillo, hacer derivar la majestad de Cristo de las figuras de Constantino, Constancio, Teodosio, Juliano, Septimio Severo o Galerio.
Existe, sí, un elemento a considerar y es la transformación del rostro de Cristo que abandona sus referentes helenístico-romanos, para incorporar los largos cabellos y barbas que enfatizan la condición de extranjero del personaje proponiendo un rostro de connotaciones orientales. En la obra citada (JENSEN, 2000: 107-120), la autora recorre las diversas imágenes producidas en pinturas, mosaicos y relieves entre los siglos IV y VI, procurando buscar una explicación para el surgimiento de este tipo de retrato cuya proyección posterior fue notable. La coexistencia de ambas iconografías (Santa Constanza, San Apolinario in Classe, San Vital de Ravenna, San Cosme y Damián, Baptisterios de los Arrianos y de los Ortodoxos, en Ravenna), incluso compartiendo el mismo edificio, imposibilitan el establecer una diferenciación cronológica estricta. La vinculación del tipo “retrato barbado de largos cabellos” con las figuras de los dioses olímpicos, tales como Júpiter o Neptuno o incluso el importado de Egipto, Serapis (JENSEN, 2000: 120, fig. 46) sugiere una intención de enfatizar mediante ciertos rasgos la importancia del personaje, pero esos rasgos definen igualmente la majestad imperial de numerosos gobernantes de los siglos III al V. El rostro imberbe y los largos cabellos rizados, que responden a modelos tales como Apolo, Dionisio, Mitra, o héroes como Orfeo o Meleagro, evocan atributos vinculados con la salvación. En el caso de éstos últimos, el texto resulta el elemento significativo destacado para crear la asimilación de una figura a otra. El relato mítico que genera la historia de los héroes capaces de superar el recorrido por los espacios de la muerte y regresar, impone el correlato con la mística cristiana. El descenso a los infiernos, la resurrección y la superación del pecado original que fundamentan la promesa de la salvación colectiva, justifican la búsqueda del referente mitológico. La identificación conceptual se acompaña por el parecido físico. Ambos conducen al reconocimiento del personaje, la imagen actúa como el elemento generador del mismo.

El carácter literario del cristianismo, la preponderancia de la palabra escrita y recitada conducen, por su parte, hacia la identificación con las figuras señeras de los maestros. La presencia de un Maestro por excelencia justifica el uso de una imagen consagrada en la iconografía helenístico-romana y consideramos que es el tipo que se impone a través de la figura del Cristo barbado (RÉAU, 1996, t. I: 40-42). Este rostro, que por sus atributos representa a una persona de mayor edad, condice con la figuración de una suprema majestad al modo oriental. Ejemplos tempranos del Cristo barbado se encuentran en el Evangeliario de Rabbula en la escena de la crucifixión, en el mosaico absidal de Santa Pudenciana, en la Iglesia de San Vital de Ravenna — en cuyo presbiterio coexisten los dos tipos: en el ábside el joven dios helenístico tronando sobre el orbe, en el intradós del arco de acceso al presbiterio, el clypeum con el retrato barbado — y constituye uno de los rasgos fundamentales de la imagen del Pantócrator (RÉAU, 1996: 43-44).

El rostro de Cristo contenido en escenas colectivas o en el retrato individual, en el que aparece el joven dios helenístico-romano, estaría relacionado con una intención de destacar la tradición antigua y marcar la asimilación del dios encarnado con las figuras arquetípicas de ciertos personajes prestigiosos. El mismo razonamiento puede ser aplicado para justificar la aparición del retrato — individual o colectivo — en el que el protagonista muestra los rasgos típicos de la majestad imperial. En este caso una determinada fisonomía se corresponde con atributos que conducen a la exaltación del personaje por la vía de recurrir a una forma de presentación visual en la que se destacan los atributos propios del dominus. Igualmente la presencia frecuente de la imago clipeata, cuyos antecedentes en el arte romano imperial son numerosos, ofrece un ejemplo decisivo: una de las formas de exaltación de la majestad se traslada hacia el retrato de Cristo o al monograma de su nombre. La abundancia de ejemplos de este tipo en el arte imperial y en los sarcófagos romanos pone de manifiesto la persistencia de un motivo que el arte cristiano desarrolló profusamente transformándolo en uno de los indicadores de la majestad de Cristo y uno de los elementos plásticos fundamentales para la presentación del retrato individual.



Ofelia Manzi
(Universidad Nacional de Buenos Aires - Argentina)
FUENTE:Revista Mirabilia.com



Bibliografía


BIANCHI BANDINELLI, R. y E. PARIBENI. El arte de la antigüedad clásica. Grecia, Akal, Madrid, 1998.

GRABAR, André. El primer arte cristiano. Madrid: Aguilar, 1967.

GRABAR, André. Les voies de la création en iconographie chrétiene. Paris, 1980.

JENSEN, Robin Margaret. Understanding Early Christian Art. Londres/Nueva York: Routledge, 2000.

MANZI, Ofelia. "La retórica visual de la imagen cristiana tardoantigua". In: ZURUTUZA, H. y BOTALLA, H. Centros y Márgenes simbólicos del Imperio Romano. Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, 1991.

MATTHEWS, Thomas. The Clash of Gods, A Reinterpretation of Christian Art. Princeton: University Press, 1993.

RÉAU, Louis. Historiografía del arte cristiano. Barcelona, 1996.

WEITZMANN, Kurt. Age of Spirituality. Metropolitan Museum of Art, Nueva York, 1979.

Abside de la iglesia de san Clemente de Taull .

1ª mitad del siglo XII. Fresco y temple.
Museu Nacional d'Art de Catalunya. Barcelona.

Se trata de una pintura mural hecha con técnica mixta (fresco y temple), de la primera mitad del siglo XII. El conjunto lo constituye la cuenca absidial precedida por dos arcos presbiteriales (o triunfales) con la representación del Cordero Pascual y la mano de Dios, respectivamente. En la pared de la izquierda se encuentra la figura del pobre Lázaro. La Dextera Domini, inscrita en un círculo y sin ninguna referencia de espacio y de tiempo, patentiza el poder del padre (Is. 66,2). El Cordero es otra manifestación teofántica que responde a la tradición de considerar a Cristo como el cordero salvador.


La imagen de Cristo en Majestad, rodeada por el Tetramorfos, preside la cuenca absidial. Se trata de una figura mayestática, solemne, en actitud de bendecir. Su fuente iconográfica es el Apocalipsis (4, 2-7 y 5,1). De tamaño subrehumano, surge amenazador con gestos grandilocuentes y autoritarios: su mano derecha en vez de bendecir parece que amenaza y pone en evidencia la fuerza y la autoridad divinas; su mano izquierda aguanta el Libro de la vida en el que leemos "Ego sum lux mundi" (Yo soy la luz del mundo). La luz se interpreta como la palabra griega "logos", que está en el principio de todo y en donde hay la vida. En el Génesis la luz de la vida antes de la Creación significa la luz del bien, opuesta a las tinieblas del mal. La luz es también la palabra de los profetas que ha iluminado a los apóstoles, la luz de la verdad que nos revela el conocimiento de Dios. Con total frontalidad, se muestra sentado en un arco de círculo y sus pies descansan sobre la esfera terrestre (según Isaías 66,1, "Así dijo Yahvé: los cielos son mi trono y la Tierra, el escabel de mis pies!", y lo recoge el evangelio de Mateo 5, 34-35, al citar el segundo mandamiento diciendo que no se debe jurar ni por el Cielo ni por la Tierra, dado que los identifica como su solio y su escabel). El mundo significa el Universo o la Tierra, pero también el género humano. Así pues, las ideas de creación, revelación y salvación dan sentido a la representación de la majestad en este fresco.


El dibujo de las manos traduce la anatomía. El rostro, ordenado en sus rasgos principales según una perfecta simetría axial, está enmarcado por largos cabellos, y alargado como la mano, es significativo de eternidad. Su cuerpo está concebido armónicamente: la cintura actúa como un eje horizontal que tiene, en la parte superior, un triángulo equilátero, cuyos lados siguen la inclinación del manto, y en el inferior un trapecio equilátero.


Cristo lleva una túnica blanca y gris y manto azul, con festones ornamentales que imitan un dibujo de rombos de colores azul y rojo, con perlas figuradas. Estos rombos se convierten en círculos en la parte del manto que cubre el hombro derecho de la figura. Estos ropajes, tan ricos, limitados por una línea blanca, se presentan en pliegues volumétricos muy marcados, con geometría, pero no axial, sino que traducen una cierta libertad en la posición de brazos y piernas; existe un cierto movimiento y un cierto realismo elegante en la representación del volumen que se obtiene mediante veladuras de color gris en la túnica y azules en el manto.


La presencia del Tetramorfos en el exterior de la mandorla (situada sobre un fondo de tres bandas paralelas horizontales de colores azul, ocre y negro) es una alusión a las cuatro columnas del trono divino, a los cuatro ríos del paraíso, a los cuatro puntos cardinales, al tiempo histórico de Cristo (Encarnación, Crucifixión, Resurrección, Ascensión), a los cuatro elementos (aire, agua, tierra, fuego) y a los cuatro evangelistas (el león símbolo de san Marcos, el toro de san Lucas, el ángel de san Mateo y el águila de san Juan). También se puede interpretar en clave de reminiscencia zoomórfica (de influencia egipcia) y las cuatro figuras serían, entonces, ángeles con rostro de animal. Cierran la composición, a cada lado, dos serafines con seis pares de alas llenas de ojos que indican la revelación (Isaías 6, 1-3). En el extremo superior dos serafines son los testigos-ejecutores de la escena.


En un nivel intermedio se encuentran, enmarcados por arcos y columnas, las figuras de santo Tomás, san Bartolomé y la virgen María (en actitud de plegaria y ofreciendo, con su mano izquierda, un plato con ascuas encendidas, signo externo de la luz que viene a este mundo, la palabra hecha carne), san Juan, san Jaime y un personaje no identificado, quizás san Felipe; todos llevan un libro, lo que les sitúa en el contexto del magisterio doctrinal de la iglesia. El conjunto de la Virgen y los apóstoles evoca la imagen apocalíptica de la Iglesia esperando la parusía. Los arcos pintados imitan arquitecturas figuradas y descansan sobre capiteles también pintados de carácter vegetal. Las columnas imitan el mármol con un dibujo ondulado. En la parte inferior, están representados unos cortinajes.


La figura de la virgen ha sido cuidadosamente tratada: sus carnaciones, de un ocre denso, presentan unos pequeños toques de blanco que le confieren una textura pulimentada; un trazo negro dibuja la silueta de su manto azul sobre una superficie también azul diferenciando, así mismo, ambos planos; la toca, que compensa la estilización de su rostro, es blanca sobre el blanco de su nimbo. Todo apunta a una búsqueda de armonía, simplicidad y soluciones estéticas.


El conjunto está estructurado siguiendo un eje vertical de simetría, subrayado por la ventana del centro, que está contrarrestado por tres espacios horizontales (diferenciados por franjas y por la temática) que recorren el ábside. Este eje vertical es la altura de un triángulo equilátero, con un vértice en los cabellos de Cristo y la base en su cintura. A pesar de la aparente simetría (por la disposición de ambos brazos), el equilibrio se consigue compensando el peso de la superficie blanca del libro con la del brazo levantado. La alfa y omega (Cristo como centro del tiempo, como principio y fin de la historia) remarcan este equilibrio simétrico; aparecen como lámparas votivas sobre el altar, y por su sentido y por las fuentes literarias, introducen el carácter apocalíptico en la escena (Apocalipsis 1,8: "Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios; el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso").


Uniendo los nimbos blancos de los personajes de la izquierda de la mandorla y hacemos lo mismo con los de la derecha, obtenemos dos triángulos que nos conducen visualmente al nimbo de Cristo. Todos los nimbos quedan resaltados por el color oscuro de las bandas del fondo. Los círculos configuran otro elemento compositivo: la mandorla, las arcuaciones del espacio central, los círculos de los evangelistas, los nimbos de los santos y ángeles... Parece como si el esquema compositivo su hubiera construido mediante círculos concéntricos, con centro en la parte inferior de la ventana (la parte superior de la mandorla, el arco del cielo donde está sentado Cristo, la semiesfera de la tierra... responden a arcos de circunferencias concéntricas que organizan la composición). Esta estructura geométrica permite una lectura fácil y ordenada de los temas y, a su vez, una lectura simbólica: el triángulo es la representación de la Trinidad y de la perfección, y el círculo de la eternidad. Y el conjunto representa el retorno triunfal de Cristo al final de los tiempos, evocado a través de la visión de san Juan.


La figura de Cristo en Majestad es el centro geométrico y temático de toda la composición. Su protagonismo está potenciado por su tamaño, su cromatismo y su gesticulación. Está concebido como un emperador bizantino con un rico vestuario y un gesto autoritario que resume las atribuciones propias de los emperadores: impartir justicia, otorgar favores, dictar leyes, atributos que tendrá Cristo en su venida apocalíptica.


Bibliografía
Alvarez Lopera, J. (1991), La pintura: de la prehistoria a Goya. Vol 5 de la Historia del Arte. Barcelona. Carroggio S.A. de Ediciones.
Catalunya Romànica. Vol. XVI. La Ribagorça. 1996. Barcelona. Fundació Enciclopèdia Catalana. Pág. 243-250
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Dalmases, Núria de, y José Pitarch, Antoni (1986), Els inicis i l'art romànic, segles IX-XII. Barcelona. Ed. 62
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Retrato de Augusto de Prima Porta



. Hacia 19 ane. Altura: 204 cm.
Museo del Vaticano. Roma


Los escultores romanos se preocuparon por representar el rostro o el busto. A través de un estilo sobrio y lineal, buscaban la reproducción exacta, de una inmediatez cruda, aceptando los "defectos" de la naturaleza, e investigando las huellas que la vida imprime en las facciones del modelo.

El derecho a los antepasados era uno de los principales títulos de nobleza del patricio romano, cuya posesión se reguló mediante una ley, el "ius imaginum" y, por lo tanto, el mayor desarrollo del arte del retrato coincidió con el periodo de reacción aristocrática de la dictadura de Sila. Las familias de la aristocracia poseían un auténtico árbol genealógico formado por los retratos de sus antepasados, y cuando uno de sus miembros dejaba la casa familiar tenía el derecho de llevarse una serie completa. Por esto los retratos antiguos se seguían copiando continuamente.

Durante la República, los retratos de Pompeyo, Cicerón y César presentan una dureza de rasgos de expresión que no encontramos en la obra helenística. El tipo de retrato republicano es producto de unos intereses políticos y sociales más que de una particular inclinación estética, y su acentuado realismo suele presentarse como afirmación del carácter austero y voluntarioso del pueblo romano.

Con Augusto, y cuando las clases ilustradas tenían su paradigma en Grecia, los retratos oficiales tendieron al helenismo. El neoaticismo fue un fenómeno estético surgido en los talleres atenienses del siglo I ane, con un carácter nostálgico de recuperación del pasado artístico nacional que se mantenía vivo. El neoaticismo de Augusto es, antes que nada, arte oficial y fenómeno cultural de elite, y sus productos alcanzaron altas cotas de calidad. Una gran parte de los retratos de Augusto muestran claramente el idealismo ático y el tono heroico helenístico, aunque una cierta acentuación de los rasgos fisonómicos mantiene el recuerdo de las tradiciones realistas.

La divinización de Claudio en vida, impuso nuevos modos en el retrato del emperador (semidesnudo, con corona de laurel...). Con Trajano el retrato experimentó un cambio radical: superada la concepción del retrato imperial, idealizado (de tradición griega), y la de los retratos realistas de los encargos privados, se asiste a la fusión de los dos elementos -privado y público- en una sola imagen. A partir de Adriano se generalizó el uso de la barba. Progresivamente, se fue simplificando el modelado y se acentuaron los rasgos, alcanzando una mayor expresividad y comunicación psicológica.

"El Doríforo de Policleto era el cenit de la escultura clásica, y los romanos apreciaban profundamente el aire de serenidad y dignidad conferido a la figura debido a la pose construida con extremo cuidado. Se decidió entonces preparar un molde destinado a la representación de Augusto, con la intención de que transmitiera a sus súbditos a la vez respeto a su autoridad y admiración a su gracia y control. Pero la estatua griega difícilmente podía ser tomada como modelo tal como quedó, ya que presentaba algunas características que ofendían el buen gusto romano" (Woodford, S, ob., cit., pág. 91)

  • el Doríforo era una figura ideal; fue necesario modificar su cabeza hasta que tomara la forma de los rasgos de Augusto, al que se idealizó para reflejar la pureza de formas del Doríforo
  • el Doríforo estaba desnudo; el escultor vistió a Augusto con una armadura y manto. La armadura quedaba tan ajustada que el modelado del torso permanecía visible
  • el Doríforo carecía de enfoque y dirección; el emperador no podía vagar, sino que debía dirigirse a sus súbditos. Por ello el escultor levantó un poco la cabeza, le dio un pequeño giro para mirar hacia delante y hacia lo lejos, y levantó el brazo derecho en posición de mando

Al estar colocada contra la pared, todo el énfasis se concentraba en el plano frontal; por ello los lados están algo descuidados y el torso está inacabado. Se pierde el equilibrio interno y el ritmo del Doríforo, pero se crea un nuevo ritmo, expresión de la autoridad de la persona imperial: se levanta el hombro del mismo lado que la alzada cadera, la curva del brazo alzado se corresponde con la curva de la pierna que descansa en el lado opuesto. Así el Doríforo fue transformado en Augusto; la estructura clásica fue romanizada.

Bibliografía

Bozal, V. (1992), La escultura, Vol. 2 de la Historia del Arte. Barcelona. Carroggio, S.A. de Ediciones.
Woodford, Susan (1985), Introducción a la Historia del Arte. Grecia y Roma. Barcelona. Gustavo Gili.

http://cv.uoc.edu/~04_999_01_u07/percepcions/perc19.html

Policleto: El Doríforo.


Policleto: El Doríforo. .
Copia romano de mármol. Hacia 450-440 ane. Altura: 199 cm..
Museo Nacional de Nápoles





Condiscípulo de Mirón y contemporáneo de Fidias, recibió las enseñanzas de Agelades. Fue, a la vez que escultor -sobre todo broncista-, un gran teórico: fijó la proporción, el ritmo y la simetría del cuerpo humano en un canon que se relaciona con el Doríforo (el portador de la lanza). Se trata de una estatua de tema atlético, característico encargo de una clientela aristocrática para ofrecer a los santuarios.


El Doríforo aún mantiene algún resabio de arcaísmo: está tallado con rudeza, los pectorales son planos y las líneas de la cintura y de la cadera están muy marcadas. Introduce la técnica de la gravitación sobre una pierna. Es la encarnación más pura del prototipo del cuerpo viril perfecto, de elegancia austera, sin formas hercúleas ni amaneramientos. Sosegado, avanza seguro de sí mismo. Aporta una interesante solución para las figuras de pie en reposo: una pierna soporta el peso del cuerpo y la otra apenas toca el suelo con la punta del pie, y flexiona la rodilla tirándola hacia atrás. La tensión que genera esta descompensación se compensa con ligeras inclinaciones en la pelvis y en los hombros. "Se representa el Doríforo en actitud de avanzar; una pausa momentánea une la estabilidad al sentido del movimiento en potencia. Es una acción con mucha menos fuerza que la del Discóbolo de Mirón, pero el torso responde plenamente a ella. El Doríforo sostenía la lanza en la mano izquierda (a nuestra derecha), tensando por consiguiente el hombro izquierdo y levantándolo ligeramente. La pierna izquierda no soporta ningún peso y la cadera cae; el torso se expande. El brazo derecho del Doríforo cuelga relajado, el hombro está caído. La pierna derecha soporta su peso, la cadera está levantada. El torso entre la cadera y la axila se halla contraído.


El contraste por un lado del torso contraído y por el otro del extendido da al cuerpo un aspecto de dinámico equilibrio muy diferente a la simetría estática de los kuroi, cuyos lados derecho e izquierdo son básicamente reflejos exactos el uno del otro. La alternancia de miembros tensos y relajados combinada con un torso amoldable se denomina contrapposto. Es un recurso que ha sido utilizado en muchas ocasiones a lo largo de la historia del arte, por ser tan útil para infundir un sentido de vitalidad a figuras hechas de piedra, de bronce o bien pintadas.


La inclinación hacia la derecha de la cabeza del Doríforo da el toque final a la estatua; describe una suave curva en forma de "S" invertida, sistema muy apreciado en el período gótico y utilizado para conferir armonía a las estatuas de la Virgen. Dicha inclinación mejora el perfil de la estatua (...)


Ambos lados de la estatua presentan cualidades muy distintas, pero cada uno por separado es armonioso y bello. El lado derecho ofrece una sensación de reposo gracias a la continuidad de la línea vertical que va desde la pierna derecha que soporta el peso hasta el brazo en posición relajada. El lado izquierdo, por el contrario, es angular, y la posición del codo se corresponde con la curva cerrada de la pierna izquierda relajada." (Woodford, S. Ob., cit., pág 24 ss)


Aunque no se ha llegado a ninguna conclusión sobre las proporciones del canon, parece ser que la unidad de medida era el dedo. La cabeza es la séptima parte del cuerpo; el rostro está dividido en tres partes iguales: la frente, la nariz y la distancia de ésta al mentón; el pie es tres veces la palma de la mano; del pie a la rodilla, seis palmos, de la rodilla al centro del abdomen, seis palmos; el arco torácico y el pliegue de la ingle son arcos de un mismo círculo. La belleza se traduce en belleza y proporción.


Otras obras suyas son el Diadumeno, Héracles y la Amazona herida.


Bibliografía


Bozal, V. (1992), La escultura. Barcelona. Carroggio S.A. de Ediciones. Tomo 2 de la Historia del Arte.
Charbonneaux, J., Martin, R., Villard, F. (1970), Grecia clásica (480-330 ane). Madrid. Aguilar. Col. El Universo de las Formas.
La Rocca, E. (1981), "Policleto y su escuela", en Bianchi Bandinelli, R. Historia y civilización de los griegos. Barcelona. Icaria-Bosch
Richter, G.M.A. (1980), El arte griego. Una revisión de las artes visuales de la antigua Grecia. Barcelona. Destino.
Robertson, M. (1993), El arte griego. Madrid. Alianza.
Woodford, Susan (1985), Grecia y Roma Barcelona. Gustavo Gili. Col. Introducción a la Historia del Arte. Universidad de Cambridge
http://cv.uoc.edu/~04_999_01_u07/percepcions/perc15.html

martes, 3 de mayo de 2011

ALGUNOS ELEMENTOS DE LA ARQUITECTURA ROMANA


El arte romano toma como referencia los modelos griegos de la época helenística. No en balde, algunos especialistas consideran a Roma como una escuela helenística más aunque debemos advertir que el arte romano goza de una fuerte personalidad, especialmente en arquitectura. Debido a su carácter práctico, el pueblo romano desarrollará la arquitectura para establecer un sensacional programa constructivo que primero afectará a la ciudad de Roma y luego se extenderá por todo el Imperio.
El arco y la bóveda tendrán un papel principal en la concepción de la arquitectura romana. Se utiliza el ladrillo y el mortero, realizado con cantos rodados o piedras pequeñas, con una consistencia eterna. Su aspecto pobre exige un revestimiento de apariencia opulenta como suelen ser mosaicos o simplemente ricas pinturas. Los órdenes empleados serán los mismos que los griegos con algunas modificaciones: el fuste de la columna dórica suele ser liso e incorpora un toro muy estrecho en la parte superior llamado astrágalo; el orden dórico de esquina será utilizado por los romanos en todos los lugares; se creará el orden compuesto donde se mezclan elementos jónicos y corintios, dotando al capitel de la elegancia y riqueza características de Roma. Será habitual que el arquitecto romano emplee los diferentes órdenes en los distintos pisos del edificio como ocurre en el Coliseo.
http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/781.htm

Opus Caementicium.

Los romanos generalizaron la técnica del emplecton griego para erigir sólidos mu­ros de tres hojas y grandes bóvedas que cerraban vastos es­pacios. Como relleno de estos muros emplearon un nuevo material de construcción: el Opus Caementicium u hormigón romano, que constituía el núcleo estructural del muro y se convirtió en el verdadero artífice de los avances tecnológicos producidos en este periodo. El hormigón romano era bastante diferente en su composición al hormigón actual. El único aglomerante que se conocía desde el siglo IV a.C. era el mortero de cal aérea, compuesto de cal grasa, arena y agua. Alrededor del siglo II a.C., los romanos aprendieron a usar la pozzolana o puzolana, un tipo de ceniza vol­cánica presente en la península itálica, que producía un mortero de gran monolitismo y dureza.

Este mortero hecho con pozzolana presentaba la no­table propiedad de fraguar en contacto con el agua debido a su alto contenido en silicatos, haciendo que fuera excepcionalmente útil para usos portuarios, a diferencia del mortero de cal grasa –que no fragua, sino que endurece por carbonatación mediante un proceso que además es reversible-, el cual presentaba un mal comportamiento en presencia de humedad.

Para la obtención de esta mezcla empleaban 12 partes de puzolana, 6 de arena, 9 de cal y 16 partes de piedra. Los elementos se vertían en seco dentro de los moldes, añadiendo con posterioridad el agua y ejerciendo un enérgico batido. El agregado fraguaba y endurecía rápidamente, produ­ciendo una masa densa y homogénea de gran resistencia.

Las posibilidades que presentaba el conjunto de mor­tero de cal y puzolana influyeron decisiva­mente tanto en las fábricas de muros como en el ele­mento más representativo de la construcción romana: el arco y sus formas asociadas. Este pétreo artificial, el hormigón, gozaba de grandes ventajas frente a la piedra natural. El empleo de Opus Caementicium evitaba el proceso de ex­tracción, labrado y transporte de la piedra y además reducía el tiempo de ejecución. Además la preparación, amasado y levantamiento de los materiales que se necesitaban para el hormigón no precisaba obreros de gran cualificación, a diferencia de lo que ocurría en la construcción de muros de piedra. El hor­migón se vaciaba en un molde de cualquier forma y a cualquier es­cala, cuyo único defecto era que, al endure­r y desencofrarse, quedaba al descubierto una superficie poco resistente al agua y escasamente presentable visualmente, lo cual obligaba necesariamente a la colocación de un revestimiento permanente. Los romanos de­sarrollaron varias formas de revestimiento en un proceso de evolución que estudiaremos cuando hablemos de la formación del muro. La puzolana necesitó también de un proceso de adaptación, experimentación y evolución antes de generalizarse su uso, hecho que se produjo hacia la segunda mitad del siglo I d. C. bajo el mandato de los emperadores de la dinastía Flavia. Castro afirma que, en un principio durante más de dos siglos, la puzolana se empleó sin cocer, mezclada con cal aérea, para rellenar el núcleo interior de los muros pues ahorraba mortero de cal y facilitaba el fraguado, aun en el caso de traba­jos en lugares húmedos. En palabras de Vitruvio: "...Se unen súbitamente en un cuerpo y se endurecen por instantes, consolidándose en el agua de modo que no bastan a desatarlas ni la violencia de las olas, ni ninguna otra fuerza de las olas."
http://artesauces.blogspot.com/2008/11/opus-caementicium.html

ARQUITECTURA GRIEGA-COLUMNAS



a) Dórico: Las columnas carecen de base, el fuste es acanalado y se ensancha en su parte media; y el capitel está compuesto de una moldura redonda sobre la cual se encuentra un tablero cuadrado. b) Jónico: Las columnas son más delgadas y más altas, con base, fuste acanalado y capitel en forma de espiral con dos volutas que se enroscan hacia abajo. c) Corintio: Las columnas también tienen base y fuste estriado, con capitel en forma de hojas de acanto estilizadas.