la obra que, según Palomino, fuera definida en 1692 por Lucas Giordano como "la teología de la pintura"—, se nos ofrece por demás, como compendio de todos los aspectos prefotográficos hasta aquí señalados; no sólo de la producción velazqueña, sino de toda la representación pictórica anterior. Y porque, como bien dice Orozco "ante sus lienzos la primera impresión que tenemos es la de encontrarnos ante un trozo de realidad, ante un momento del vivir", porque frente a ellos somos partícipes hasta el extremo de que "el aire ambiente que envuelve a la figura (...) es el mismo que respiramos nosotros" (24) y porque no cabe duda de que de esa figuración así expresada, de su "realismo", fluye con toda intensidad cualquiera de aquellos "signos" precursores; éste será el primero que sobre todos emparentemos a la realidad de la imagen fotográfica. De él devienen la sensación de lo táctil, lo corpóreo, lo volumétrico; la más creíble profundidad cúbica de la perspectiva; los efectos de distanciamiento, proximidad y proyección "hacia afuera" de la superficie pintada, debidos a las exactas adecuaciones formales, cromáticas y luminosas, a sus relaciones recíprocas, las "interdistancias", sopesadas y medidas sin error por el ojo y el cerebro del pintor que las fijo en la tela sumergidas en la atmósfera fingida, conquistada, hasta el punto de lograr que el aire parezca expandirse en torno a ellas.
su encuadre, que nos presenta la escena como algo "no preparado" y accidental, que nos procura el lugar de observación de aquel que de improviso interrumpe en ese ámbito tan real como ficticio, facilita evidentemente el carácter de "instantánea fotográfica" (25), tan recalcado por biógrafos e historiadores, y que sin duda es acentuado por la actitud expectante de casi todos sus personajes:
La Infanta Margarita, que da la sensación de haber cortado repentinamente su diálogo con la "menina" Isabel de Velasco, ensaya como ésta, una tímida mirada de reojo hacia el espectador que irrumpe en la intimidad del "taller".
La enana Mari-Bárbola, en cambio, más sorprendida, se fija atenta como el propio Velázquez, quien detenido en su tarea, más que mirar a los Reyes -a los que supuestamente retrata-, displicente, parece reprocharnos el atrevimiento al que él mismo nos ha conducido.
De perfil, Agustina Sarmiento quedó congelada en su noble postura oferente, impasible, como el soñoliento y pacífico perro, al que no inquietan ni las molestas sacudidas que le propina el bufón Nicolasillo Pertusato, igualmente frenado en la acción de su última acometida.
Y allí al fondo, todavía José Nieto alcanza a notar nuestra presencia —tras demorar su salida, quizás atraído por la imprevista visita—, a la que igualmente parece prestar toda su atención la pareja formada por el guardadamas y la conversadora Marcela de Ulloa, absolutamente ajena a lo que acontece.
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